Romper la palabra, más o menos silenciosamente, como se rompen cada día en las aristas presentes, tan enraizadas en pasados castrantes, pasados vampíricos y negros. Pero romper no es perder.
Antonio Baeza | 17 jun 2019

Romper la palabra,
más o menos silenciosamente,
como se rompen
cada día en las aristas presentes,
tan enraizadas en pasados
castrantes,
pasados vampíricos y negros.
Pero romper no es perder,
como el agua que rompe,
como la semilla rompiendo,
como es sol que rasga el alba.
Es llenar de fragmentos impronunciables,
inasequibles, inexpresivos…
chocando aquí y allá
reuniéndose, asambleándose
ensamblando otras palabras suicidas,
dispuestas a romper las aristas sordas.
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El cielo llora de nuevo,
de viejo y de vuelo
la nube desgrana sus sentires
eternizados por gargantas que claman
y clamaron, por las que han de clamar.
Cerrados al tiempo, al sonido,
arrinconados de maledicencias,
malditos de ignorancia,
marcados de ira,
asesinos en potencia.
De los bosques talados,
los páramos yermos,
la voz callada,
el gesto seco,
la mirada huida.
Desiertos que avanzan
destruyendo la vida;
reventando los pechos que amamantan,
la sangre erguida,
el latido presto,
la mano amiga,
la sonrisa.
Y enfrente la luz,
el color y fragor de la flores,
el fuego de insectos alados,
el reír de las fuentes,
los dientes de leche,
la sana esperanza,
el latido suspiro,
y las manos se encuentran,
se hayan los hombros,
se siembran amores,
se recuperan mundos,
se abren los cielos,
se siembran amores.
Basta la vida basta,
es suficiente una brisa,
y la prisa que oprime sin querer,
es suficiente un vuelo para saber,
es necesario un beso, un sueño,
un abrazo.
Es necesario volver a ser niño,
recuperar el cuento perdido,
hacerse pétalo de rosa,
hacerse cometa de papel y cañas.
Es necesario volver a sembrar amores.

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